Según el estudio de
Alejandro Celis y Darío Nava titulado Patología de la pobreza publicado desde
1970 en la Revista del Hospital General de México, las enfermedades de la
pobreza continúan y son las que generan una alta mortalidad en este sector de
la población, tales como diarreas, desnutrición, neumonías o diabetes. Este
dato contrasta con quienes tienen posibilidades de una mejor calidad de vida y
de atenderse por otros medios, como es el caso de pacientes que recurren a la
medicina privada o que se pueden pagar un seguro de vida.
Los desniveles de atención médica en México
son graves entre la medicina pública y privada, y se dan aun entre quienes
tienen acceso a los servicios de salud por su condición de contar con un empleo
formal, es decir, los asegurados por la medicina pública frente a quienes están
en el desamparo y son atendidos por los servicios para la población abierta.
Una de las causas importantes, entre otras, estriba en que el Gobierno invierte
muy poco en salud: 2.8% del PIB en gasto público, como consecuencia se genera
que la proporción de gasto de bolsillo sea de un 45% de su ingreso y que el
sistema opere con un enorme déficit de personal. El nivel socioeconómico
influye considerablemente en la salud de una población, sobre todo para las
nuevas generaciones. Los sectores más desprotegidos y pobres son los que han
aportado más de 84% de los decesos por COVID. Incluso en los Estados Unidos,
76% de los pacientes con necesidad de intubación no llegaron al hospital, y 50%
han muerto sin diagnóstico en vida por probable COVID por falta de pruebas.
Según Hernández Bringas, investigador titular del Centro Regional de
Investigaciones Multidisciplinarias de la UNAM, a partir de información de
certificados de defunción en México: 70% tienen escolaridad de primaria o
inferior; y 30% de las defunciones lo explican los no remunerados, los
jubilados, los pensionados, las amas de casa y los estudiantes. En los
hospitales del Sector Salud han ocurrido 40% del total de las defunciones. Esto
tiene que ver con un mal estado de salud preexistente y a su vez con el escaso
acceso a servicios de salud de calidad, pero además refleja a los sectores que
han tenido que seguir saliendo a trabajar en la contingencia por necesidad
económica. Ante ello, el discurso oficial del Gobierno sobre la pandemia ha
sido contradictorio y confuso, y en el mejor de los casos ha tendido a
enfocarse en la escasez de recursos y en la protección de libertades civiles,
por ejemplo, las medidas de distanciamiento. Del mismo modo, los mensajes
contradictorios sobre el uso masivo del cubrebocas, o las medidas de contención
que han sido muy relativas, y la eliminación de la jornada de sana distancia en
el pico de la pandemia. Tampoco se han establecido programas integrales de
apoyo a los que tienen que salir a la calle a trabajar para que puedan
permanecer en casa, quedarse en casa para las mujeres representa en muchos
casos un riesgo. Ante un sistema sanitario insuficiente y pauperizado, la
tendencia obvia será olvidarse de quienes pueden ser presa fácil de contagios y
cuya pérdida nos importe poco. Rescatando lo mejor de tales pronunciamientos,
es decir, la insistencia en las medidas de aislamiento y contención, desde el
punto de vista ético reflejan un imaginario establecido de desastre que orienta
la respuesta por el camino del utilitarismo y de la autonomía. La historia de
tales desastres y este tipo de respuesta tienen como consecuencia un
agravamiento de la inequidad existente en la sociedad y en la salud.
Un asunto de fondo
radica en la necesidad de un modelo ético explicativo alternativo que vaya más
allá del individualismo biomédico, que entiende y maneja la pandemia desde el
ámbito médico como si el COVID estuviera al margen de lo que sucede en la
sociedad, la cultura o la economía, un modelo que tome en cuenta la necesidad
de cambiar los contextos y las redes de soporte de las poblaciones para atender
y prevenir de fondo el COVID. La ética en torno a la pandemia debería
orientarse por un modelo que dé cuenta de la naturaleza relacional de las
personas como seres vulnerables insertos en redes existentes de cuidado. Un
nuevo imaginario de desastre que ayude a comprender las interrelaciones de las
privaciones sociales, políticas y económicas bajo las condiciones de
distanciamiento social. La vacuna contra la COVID promete ser una solución,
pero desde la ética del cuidado y la solidaridad estará el reto de investigar y
distribuirla con justicia y equidad, comenzando por los sectores más
vulnerables y los trabajadores de la salud, evitando caer en la trampa de la
comercialización de un producto más de la Industria Farmacéutica. La salud es
una valiosa meta para individuos y comunidades. Hay buenas razones para
mejorarla: es un medio para que los individuos disfruten vidas florecientes y
productivas; una población más sana es crucial para la economía de un país.
Dr. César Álvarez Pacheco
cesar_ap@hotmail.com
@cesar_alvarezp
Huatabampo, Sonora.
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